domingo, 5 de abril de 2009

LAS FUGAS


Qué por mayo era, cuando hace la calor, cuando los trigos encañan y están los campos en flor…” El romance del prisionero. Sí estaba prisionero, pero diferentemente de aquél, a él no le cantaba ninguna avecilla, que le indicara cuando era de día o de noche. No, su prisión era más oscura todavía porqué existía dentro de su propio ser. Sólo a veces, pocas veces, un haz de luz se filtraba por entre las rejas de su mente, entonces podía huir.Para sus familiares y médicos no se encontraba en ese sitio porqué sí. En la pequeña habitación que ocupaba en su encierro, había una ventanita que le recordaba una y otra vez el viejo poema., sólo que los campos que su visión alcanzaba detrás de las rejas, no eran tales, sino las cúpulas y rascacielos de una gran ciudad, de una urbe semejante a una selva, con sus ruidos, tal vez más salvajes y aterradores. Él alguna vez había formado parte de ella e igual que el resto de los mortales había corrido de un lado a otro, siendo presa fácil del vértigo, de la tecnología y del consumismo hasta el desfreno, hasta la locura. Ahora, reitero, vivía en las sombras casi permanentes de su mente. Y vuelvo a reiterar, sólo algunas veces podía escapar siguiendo la luz que se filtraba desde otra ventana que también se abría en su interior. Fue así que se fue, se fugó.Un día, la ciudad que estaba del otro lado, en la realidad, se vio adornada y de fiesta con una exhibición de globos aerostáticos. Sus colores brillantes invitaban a subir y dar un paseo. Entonces no lo pensó, no podía, y su alma se escabulló en uno de ellos. Se sintió libre por primera vez en su vida. El aire fresco lo despejaba, lo hacia levitar. Y huyó. Voló por rumbos inciertos y no menos peligrosos que los que acechaban al otro lado de la ventanita enrejada. Sólo que está vez, porque se sentía libre, tendría el valor suficiente para afrontar lo que viniera.El viaje en globo duró varios días, pero de pronto sintió deseos de bajar, de pisar tierra, y movido sólo por su voluntad así lo hizo. El lugar era ahora un desierto, para donde mirara sólo lo rodeaba la arena. Arena y más arena, infinita como el tiempo, siempre había estado y estaba y lo recibía en su eternidad, calentando hasta quemar sus pies, que incansablemente seguían en la búsqueda. Pero de qué, se preguntaba. Algunas veces creía saberlo, otras se perdía en los vericuetos de su mente y no encontraba una salida. Era un espíritu sufriente, creo no haberlo dicho porqué algunas palabras sobran, pero lo que es seguro, es que ansiaba la paz.Caminó y caminó. Sus pies se cubrieron de llagas, su piel se resecó, tenía sed. Estoy perdido, pensó. Sólo arena y silencio lo acompañaban, y la aprisionaban. Porqué ahora también estaba preso, sólo que su cárcel era inmensa. Tenía todo el cielo, todas las estrellas, no obstante, no tenía nada. Extraviado, confuso, agotado, sin embargo siguió y cuando creía ver un espejismo, un oasis se convirtió en verdad. Llegó hasta él, al límite de sus fuerzas y se rindió…Un grupo de monjes del desierto, que descansaba también en el oasis, lo rescató. Lo asistieron, le dieron de beber y lo alimentaron, intentando salvar su cuerpo con la intención de salvar su alma. Cuando estuvo en condiciones, meditó junto a ellos y fue en una de esas meditaciones que otra vez, como ya había ocurrido algunas veces, que un haz de luz se coló detrás de una bandada de pájaros en un cielo diáfano y azul, y esta vez igual que otras, vio la oportunidad y no quiso dejarla pasar. Volvió a huir. Se fugó montado en las alas de un ave que lo llevó por el aire hasta desaparecer, esta vez para siempre, en los abismos de la nada.Esa mañana cuando la enfermera entró a su cuarto como todos los días para darle su medicación, lo encontró con una sonrisa de triunfo en el rostro y con los brazos extendidos como queriendo volar. Esta vez sí había burlado las más estrictas normas de vigilancia. Lo había hecho, se había burlado de todos, se había fugado sin haberse movido de su sitio y ya se encontraba libre para seguir buscando ese yo, tan esquivo, que siempre se le escabullía de entre los dedos.Inés Carozza

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